sábado, 9 de agosto de 2008

La madre que hay en mí


Lo admito: a mí me tocó una auténtica madre-bataraza, una de esas mujeres que se la pasan acomodando y empollando “hijitos” hasta después de la cuarta década. A la mía, a la que le tocaron en suerte tres huevos de los que salieron tres pollitos (yo, la menor del trío), siempre le ha fascinado su rol dentro del gallinero. De chicos, nos despertaba sí o sí con besitos y mimos, o con soquetes previamente calentados en la estufa. Y cada mañana había en toda la casa olor a “algo” que jugábamos a identificar. “Adivinen qué les hice hoy”, nos desafiaba. El que acertaba la respuesta (budín, bizcochitos, bizcochuelo) se llevaba la primera versión de lo que fuera. Y todo así. Con mamá siempre hubo tres cosas aseguradas: abrazobesos, comida riquísima y aplausos, todo en cantidad más que necesaria. Pero, junto con esto, también hubo mucha frase célebre, mucho decir para el bronce, muchos de esos minidiscursos entre proféticos e inquietantes (“Mirá que mamá sabe”) con los que ella defendía ante su infinitesimal auditorio (que veníamos a ser nosotros tres) su puesto de mujer sabia en cuestiones de la vida. Odio admitirlo, pero muy pocas veces se equivocó.

Tenía –y tiene– una intuición infalible para calibrar a la gente en muy poco tiempo. Pero también tenía –y tiene– la manía de enunciar muchos de sus veredictos en tercera persona. Cosas del tipo “Mirá que mamá te avisa, ese chico no te conviene” caían de su boca con maradonesca insistencia. Y yo, que siempre me burlé tanto de ese tratamiento casi mayestático de su propia persona, me encuentro hoy diciendo idioteces igual de rimbombantes a un niñito de poco más de 36 meses. Por ejemplo: el día en que mi audaz guerrero aventuró un dedito por debajo de la lámpara y se lo chamuscó, un “¡Pero qué te dijo mamá!” brotó de mi boca como si tal cosa. “Mamá” se convirtió así en una entelequia de la que ni yo misma quiero hacerme cargo. Mamá va entonces por la vida sabiéndolo todo, advirtiendo sobre eventuales catástrofes por venir (“Ojo que mamá te avisa que el horno está prendido”), dando órdenes (“A ver, dale ese chupetoncito a mamá, que ya te comiste dos”) y emitiendo dictámenes del tipo “Sabé que mamá se pone triste si vos te portás así”.

Por suerte, Dante es un nene amoroso, independiente y mentalmente muy sano, a quien toda esta clase de idioteces lo tiene sin mayor cuidado. Por más que le avise que el horno está encendido, se acerca a investigar. Jamás permite que mis catastróficas profecías detengan su estrepitoso andar, y sigue empeñado en probar qué tal suena el cucharón sobre la tapa del lavarropas. ¡Mi pequeño Stewart Copeland! Por suerte, también, parece que de mi mamá no sólo heredé las frases ridículas, sino también la manía por calentar medias y camisetitas, y hasta la pasión por cocinarle cosas que él agradece con la boca llena y escupiéndome vías lácteas de miguitas. “¡Diquísimo, mamá!”, sentencia. Y en ese momento vuelvo a clonar a mi vieja, y a mí, como a ella, se me pianta un lagrimón…