lunes, 1 de septiembre de 2008

La columna de Wainraich en la revista OHLALA


Qué lindo es que una mujer tenga proyectos, qué atractiva es aquella mujer que piensa por sí sola, que trabaja, que tiene su pasión, que lleva por la vida una vocación y la defiende con alma y cuerpo. Brindo por esa señorita que no se apechuga ante un caballero y mete el bocado gracioso en el cumpleaños u opina sobre política y deja de lado cualquier prejuicio. Me gustan las mujeres protagonistas. Me gusta que vayan al frente. Incluso, resulta un alivio hermoso cuando ustedes terminan con los prólogos inútiles y besan a su compañero en la boca con un beso indudable. Ni hablar de cuando deciden arrastrarlo hasta la cama y, bueno, me pongo de pie para aplaudir y ovacionar a la mujer que toma la iniciativa en el juego sexual y se reparte el protagonismo con su compañero. Me encantan. ¿Qué pasa, entonces? ¿Soy el hombre que las entiende, el hombre que las acepta, el hombre con el que ustedes sueñan? No, de ninguna manera. También tengo mis miserias y, por más que luche contra ellos, aires machistas me asaltan de vez en cuando. Intento y lucho, pero no puedo. Por ejemplo, no tengo problema con que una mujer maneje, de hecho, celebro y hasta me parece sexy verlas al volante en sus autitos. Ahora, daña seriamente mi vista cuando manejan y un caballero va de acompañante. Me lastima. Tengo que mirar para otro lado. Quisiera que no me pasara, pero me pasa. Como cuando veo a una pareja en un restaurante, y trato de escucharlos, intento imaginar qué son: amigos, primera cita, novios, esposos, ex que quieren volver, amantes o periodistas de la mejor e insuperable revista mensual femenina que van a comer con varios por semana. En fin, qué son, me pregunto y tejo una novela en mi cabeza. Disfruto de esa novela. ¡Pero se derrumba cuando veo que paga la mujer! Dan ganas de morir. Dan ganas de parar y volver a empezar. ¿Qué tiene de malo que pague la mujer? Nada, pero no puedo admitirlo. Lo lamento por mí. Sufro. Casi de la misma manera que cuando una cuñada, novia, madre opina durante una obvia y apasionada charla futbolera (llena de discusiones, cargadas, recuerdos y enojos). ¡No! Me atoro. Por favor, silencio. Nadie te participó. De verdad, me hace mal que una mujer opine sobre fútbol y me considero el peor por sentirlo así. ¿Qué voy a hacer? ¿Debería callarlo? La otra noche vi una película que parecía estar bien: en una escena, un matrimonio descansaba en una cama de dos plazas. El teléfono en la mesita de luz de la mujer. Cambié de canal. Urgente. No lo acepté ni en ficción. El teléfono tiene que estar del lado del hombre. La urgencia de madrugada, el llamado inoportuno a primera hora, todas esas tareas son del varón. Seguramente estoy equivocado y soy un hombrecito básico enredado en estos sentimientos. Al menos me sincero. Que la historia me juzgue. Para defenderme, voy a elegir una abogada.