jueves, 4 de septiembre de 2008

De profesión sufrientes

A la hora de padecer, no hay quién les gane. Sufren las peores enfermedades, los peores contratiempos, soportan a los peores jefes y ganan menos que un mendigo jubilado. Son, en lo suyo, definitivamente insuperables... y no menos insufribles. Ellas/os son los que “trabajan” de víctimas. Aquí, un tour por la vida de los manipuladores de la secta del Perpetuo Lamento y el secreto poder que detentan quienes hacen de la desgracia su mejor estrategia de supervivencia.


Se descomponen casi tan seguido como el tiempo, y tienen la resistencia de una mariposa Monarca a la hora de lidiar con los infernales veranos del Río de la Plata. Padecen – dicen padecer– una suerte de pan enfermedad que los torna, al mismo tiempo, débiles, tísicos, taquicárdicos, psoriásicos, hipoacúsicos. Pero –atención– si pensás que estos seres de los cuales seguramente conocerás varios exponentes son, apenas, típicos representantes de la hipocondría más común y silvestre, te equivocás de medio a medio.

Porque, sabelo, los sufrientes crónicos y militantes (de ellos hablamos) conforman una categoría humana mucho más compleja y difícil de combatir. Porque, para empezar, sus cuitas (siempre desaforadas, siempre más terribles, duraderas y extremas que las tuyas) no se restringen nada más que al cuerpo. Una anatomía siempre a punto de colapsar, cual pagoda de barajas, es apenas el principio del caos. Por sobre eso, más allá de eso, un malestar vaporoso y en permanente expansión, como el universo luego del Big Bang, es la cosa que mejor los define. Y así como en ellos la incomodidad física que comienza como un simple dolor de cabeza deriva en taquicardia, continúa en jadeo y termina en desmayo, sus desventuras emocionales también respetan esa misma lógica del crescendo, de la catástrofe con efecto dominó.

A vos puede que te haya dejado un novio, pero a una sufriente crónica seguro que la dejó por su mejor amiga, con el vestido de novia todavía sin pagar y apenas una hora antes de la llegada de los invitados a la fiesta de bodas. Y ni qué decir cuando de avatares laborales se trata: a ellos, los dolientes de oficio, siempre les tocan en suerte los colegas más perros, jefes que hacen que Donald Trump en El aprendiz parezca Papá Noel y organizaciones cuyo único y secreto fin es el de volverlos locos y hacerlos renunciar cuanto antes. En sus torpes, torpísimas manos, las impresoras se sublevan, las lapiceras se niegan a escribir y los cafés deciden cometer suicidio, arrojándose de cabeza desde la taza hacia el piso... o sobre el pantalón carísimo que acaban de estrenar. ¿Que no hay quien los aguante? Desde luego, pero esa constatación, lamentablemente, no basta para eliminarlos de nuestro paisaje cotidiano. Porque, como ya habrás podido comprobar, los miembros de la secta del Perpetuo Lamento son multitud, y toparse con ellos es cosa de todos los días. En la facultad, son los que te enloquecen con consultas telefónicas a destiempo antes de cada parcial, aunque después no se presenten a la mesa (“tuve un ataque de pánico”, te dirán) y no duden en echar mano del viejo truco del tío enfermo para zafar del aplazo cantado.

En la oficina, son los que se desploman a cinco minutos de haber entrado (según dicen, porque el aire está “viciado”) y luego se hacen remolcar hasta el baño anche apantallar con una revista por un alma caritativa de ésas que nunca faltan. En la vida, son los que van haciendo de cada paso suyo sobre esta Tierra una pequeña hecatombe y –creyéndose astutos por demás– tratando de generar en el prójimo una culpa de lo más rendidora. “No, pobre Vanesa. ¿Cómo le van a pedir que haga el informe si la acaba de largar el marido?”, se escucha entonces, y guay de quien se atreva siquiera a sugerir que divorcio y capacidad de trabajo no son mutuamente excluyentes. Zafa entonces la susodicha del informe y –si es realmente ducha en el arte de hacer sentir culpable al prójimo– volverá a calzarse el traje de víctima la próxima vez que el deber toque a su puerta. Porque, y para decirlo con versito, ¿qué mejor que misericordia mal entendida para pasarla bomba en esta vida?



El mundo contra mí.No vemos las cosas como son, sino como somos”, dicen que dijo alguna vez Anäis Nin. Y si –como se intuye– estaba en lo cierto, más vale ni imaginar lo siniestro, amenazante y hostil que debe verse el mundo desde la perspectiva de un sufriente crónico. Autos que conspiran contra la propia elegancia y por eso mismo lanzan fétidos chorros de barro a su paso, gremios enteros (el ferroviario y el sindicato de choferes de colectivos, en particular) complotados para que una no pueda llegar una sola vez en hora a la oficina, amigas traidoras, novios evasivos, gatitos destripa-sillones, colegas serrucha pisos...

Una sinarquía de bípedos, cuadrúpedos y objetos atentando permanentemente contra la propia felicidad, la realidad misma empeñada en llevarles la contra y un irremontable sentimiento de minusvalía crónica. “En algún punto, y aunque sean profundamente manipuladoras, las personas con esta clase de perfil psicológico son como niños. Buscan afecto y atención con desesperación y del peor modo posible”, apunta la psicóloga Beatriz Goldberg. De allí también la inconfesada certeza de que, después de todo, lucrar con la piedad ajena no es en definitiva tan censurable como podría parecer a primera vista porque, ¿qué tiene de malo querer que a uno lo quieran? Claro que, puestos a usufructuar la conmiseración del resto de los humanos, estos vistosos mercachifles de la lástima no dejan truco por intentar.

Por eso, a menudo, una no sabe bien si alcanzarles un pañuelo para que se sequen las lágrimas o cortar por lo sano y ahorcarlos y ya. “Yo tenía un compañero de trabajo que era absolutamente así”, rememora mi amiga Natalia. “Si lo escuchabas un rato, llegabas a la conclusión de que su vida era tal desastre que tenías que ayudarlo sí o sí: tenía a la madre enferma, una ex bravísima que le exigía plata para dejarle ver a los chicos, problemas con el alquiler, con las cañerías...¡Con todo! Como será que en la oficina le decíamos ´Pepe Catástrofe´ y lo ayudábamos con lo que podíamos. Hasta que comenzamos a tratarlo más y nos dimos cuenta de que el tipo no sólo era una máquina de meter la pata, sino que también especulaba con la lástima ajena, inventándose dramas que le permitieran zafar todo el tiempo”.

Ahora bien, ¿cuál sería exactamente el negocio, por así decir, de quienes van por esta vida dando más pena que un pingüino emperador en el Sahara? Según la Dra. Graciela Moreschi, médica psiquiatra, “básicamente, la evitación. Al ubicarse en el lugar del ‘pobrecito’, de la persona a la que ‘le pasa de todo’, evita situaciones que pueden ser exigentes o angustiosas, como luchar o tener que enfrentarse con otros. Después de todo, nadie ataca a otro que está en inferioridad de condiciones. Pero, además, logra construir una identidad ‘sufriente’ en torno a eso y, al instalarse en el lugar del no poder, logra que los demás lo ayuden y lo tengan en cuenta”.

Lástima que la relación costo-beneficio de semejante estratagema en el largo plazo no es del todo favorable, y hasta puede depararle a la víctima vocacional más de una desagradable sorpresa. Descubrir, por ejemplo, que muchas de estas cosas con las que creen contar (amigos, colegas, oportunidades) no son más que un espejismo brotado de la pura compasión. Porque, desde luego, ¿quién en su sano juicio confiaría una tarea de importancia en manos de semejante papanatas victimizado? ¿Para qué pedirle nada a alguien que seguramente vendrá luego a decirnos que ese documento tan importante que le prestamos desapareció antes sus ojos, fulminado por un rayo que entró por la ventana?



Desventajas del vivir a la tremenda. Ir de tragedia en tragedia, como quien vive en una temporada de tornados existenciales no es, convengamos, el modo más recomendable de pasar la vida. Pero para un sufridor a tiempo completo es la única manera posible de hacerlo, ya que miran todo (desde el romance hasta la ida al súper) desde ese mismo prisma deformante de lo terrible. “Es decir: no le suceden cosas peores que al resto de los mortales, pero para quien se victimiza todo el tiempo cada cosa que le pasa es, ya de por sí, una calamidad”, agrega Moreschi.

Pero si realmente hay alguna tragedia en todo esto, es la de una persona que mira el mundo con ojos de hormiga colorada. Lo ve hostil, desaforado, amenazante y, si vive maullando su desgracia ante quien se cruce en su camino, es sólo para dar con voluntarios que la ayuden a remolcar esa bolita de pasto que imagina demasiado pesada para sus débiles espaldas. Cosa que, según Goldberg, “básicamente les permite ganar lo que buscan desde la infancia: ser, a como dé lugar, el centro de atención de los demás. Como son grandes buscadores de afecto, con tal de que los otros se interesen por ellos y los alivien de sus responsabilidades, hacen de cada cosa una epopeya. Un ejemplo clásico es el del embarazo y el parto. Algunas mujeres narran esas dos instancias vitales como verdaderas odiseas que les ha tocado afrontar y que las distingue de las demás. Otro tanto pasa con las enfermedades: hay quienes apelan a este recurso de: ‘A ver quién se enfermó de más cosas’ al solo efecto de captar el interés del otro”.

Justamente por eso, sugieren las especialistas, es tan importante evitar engancharse en su perpetua demanda de upa, algo que en determinadas personas puede activar un cierto espíritu rescatista para nada recomendable. “Por eso, si uno toma conciencia de que se envuelve una y otra vez con esta clase de personalidades, sería bueno preguntarse –por ejemplo– quién creo que soy para jugar al salvador. ¿Qué pasa con mi estima, con mi ego, que necesito una referencia tan extrema como ésa para sentirme mejor?”, pregunta Moreschi. Y quizás de eso se trate todo, en definitiva: de revisar qué mal entendido espíritu de Florence Nightingale nos conecta con esta clase de personajes y, a veces, hasta nos convierte en un imán humano para estos hijos de la lágrima. Hacerse cargo, como se dice vulgarmente...


Texto: Quena Strauss.