jueves, 30 de octubre de 2008

Tres mujeres que enfrentaron el cáncer

Alejandra, Patricia e Irene. En el mes internacional de la lucha contra el cáncer de mama, estas mujeres que lo padecieron cuentan cómo lo enfrentaron, lo superaron y transformaron su enfermedad en aprendizaje. Tres historias de vida que vale la pena conocer.

Cada dos minutos, sin distinción de edad ni nacionalidad, una mujer en el mundo es diagnosticada con cáncer de mama. En la estadística, esto significa que una de cada 8 mujeres lo padece. En la vida real, esto implica que todas nosotras tenemos muchas probabilidades de padecerlo o conocer a alguien muy cercano, una amiga, una hermana, una hija, una madre, una tía o una compañera de trabajo, que lo tenga. “Por eso es tan importante conocer de qué se trata y saber que se cura, que hay vida, mucha vida, después del cáncer de mama”, afirma María Alejandra Iglesias (46), una de las miles de mujeres que lo han padecido y superado, y que hoy es la presidenta del Movimiento Ayuda Cáncer de Mama (MACMA).

APRENDER A DISFRUTAR DE LA VIDA. Cuando se les pregunta a las mujeres que han padecido el cáncer de mama cómo era su vida al momento de recibir su diagnóstico, la respuesta es casi unánime: “Vivía a las corridas, con cuatro trabajos a la vez, los chicos todavía muy chicos, Macarena de 10 y Francisco de 5. No paraba un segundo y además estaba atravesando una crisis de pareja. Estaba realmente muy estresada, pero no me daba cuenta”, dice María Alejandra y confirma la regla. En agosto de 2002, se palpó “algo diferente” en la parte superior e interna de su mama derecha. “En ese momento el cáncer de mama ni siquiera se me vino a la mente como un miedo. No tenía antecedentes familiares ni conocía a nadie que lo hubiera tenido. Así que incluso tardé como dos meses en ir a la ginecóloga”, recuerda ahora, aunque aconseja no seguir sus pasos ya que la detección precoz es la mejor herramienta de lucha. Entre un turno que dejó pasar en medio de su vorágine y los estudios que le fueron haciendo llegó a noviembre con otro ginecólogo, que fue el que por primera vez le hablo de un tumor, que podía ser benigno o maligno, le dijo que era algo quirúrgico y la derivó a un patólogo mamario, una especialidad “cuya existencia desconocía por completo”.

A principios de diciembre lo visitó y empezó a hacer otra serie de estudios más específicos. Cuando regresó con los resultados, el especialista ya no formaba parte de su obra social. Así llegó enero y un nuevo médico, que el 7 de febrero la operó. “Recién entonces la palabra cáncer entró en mi vida. Tuve la suerte de que ninguno de los médicos me asustó y que me fueron llevando de a poco de manera que tuve tiempo de procesar la posibilidad, que es algo que no suele pasar. Es más, estaba tan estresada que cuando me interné para operarme fue como si empezara las vacaciones”, cuenta, sin ironía. Le hicieron una cuadrantectomía para extraerle el carcinoma y 15 ganglios de la axila que no tenían metástasis. Tras la operación comenzó el tratamiento, que suele ser la parte más dura, pero que Alejandra enfrentó con la energía que la caracteriza: “Tuve que someterme a 40 sesiones de quimioterapia y rayos pero no la pasé tan mal. Confiaba en los médicos que me habían dicho que me iba a curar. Y así fue. Aunque reconozco que no es lo habitual”. Recién en marzo de 2004, a más de un año de la operación, cuando ya había iniciado el tratamiento con tamoxifeno, aceptó acercarse a MACMA. “No me sacaron la mama, no se me cayó el pelo porque mi quimio fue más leve y por primera vez en mi vida tenía un año de vacaciones. En un punto yo seguía para adelante, no como si nada hubiese pasado, pero casi. Por eso decidí ir a MACMA, porque necesitaba hacerme cargo de que lo que había tenido era cáncer y no una gripe”. Y no se fue más: desde hace tres meses es la presidenta de esta asociación civil sin fines de lucro, fundada en 1996 por María Cecilia Palacios, quien después de 12 años al frente decidió dejar su lugar para que la institución continúe funcionando.

Con tanta energía como toda su vida, hoy Alejandra se siente muy bien, disfruta más relajada del día a día con sus hijos, que ya tienen 15 y 10, e intenta aprender a vivir su vida de otra manera: “Las mujeres de hoy nos ponemos miles de exigencias y presiones, nos sentimos mujeres maravilla que todo lo pueden, creemos que nadie lo hace mejor que nosotras, la casa, el trabajo, los chicos… Y esto es lo que intentamos cambiar en MACMA, enseñar a ponerse límites en las exigencias y en las presiones para poder disfrutar más de la vida. Cuando uno pasa por una enfermedad así es como que hace el click de la finitud de su existencia. Te das cuenta de que en cualquier momento todo se puede acabar y que hay que tratar de hacer más las cosas que a uno le gustan, de pasar más tiempo con los afectos y frenar un poco”, enumera. Y bromea: “Yo lo estoy intentando y podría decir que voy bien, me estoy recuperando”.

CONTRA LA ADVERSIDAD. A Patricia Vanrell Suau (39), el cáncer de mama le llegó muy joven. Tenía 36 años y estaba atravesando un momento personal difícil, con graves problemas económicos y una crisis matrimonial. “Cuando sentía que ya nada peor me podía pasar, fui al médico a hacerme los controles de rutina y me detectaron una anomalía. Me mandaron a magnificar el estudio y se confirmó la peor sospecha: cáncer de mama”, sintetiza Patricia, que todavía tiene el proceso muy a flor de piel pero lo mira con el orgullo de haberse sobrepuesto a los muchos golpes que le dio la vida: el primero fue cuando tenía 22 años, después de dar a luz a su primer hijo, Alexis, cuando le encontraron várices en las paredes del útero. Luego de varios años de tratamiento, “nada fácil” aclara, decidió hacer uno de fertilización para poder tener otro hijo. Tras un embarazo complicado y de riesgo, nació Aixa por cesárea. Pero otra vez su cuerpo le dio una mala noticia y con sólo 29 años tuvo que someterse a una histerectomía –extirpación del útero–. “Hubiera deseado tener más hijos, pero también sentía que mi cuerpo había resistido suficiente y me había dado la oportunidad de ser madre”, analiza hoy, una década después. Entonces no sabía que todavía le quedaba energía para afrontar un cáncer de mama. “Si bien tenía antecedentes en la familia y por eso me controlaba, no creía que a los 36 años iba a pasar por esto”. Pero no le quedó otra: “Al golpe del diagnóstico se sumó el hecho de que por el tipo de carcinoma era necesaria la mastectomía, es decir, sacarme la mama completa”, rememora. La operación sucedió un mes después del diagnóstico, y al salir se mudó con sus hijos a la casa de su mamá, su principal pilar de apoyo durante la quimioterapia, que terminó en febrero de 2006.

“Puede sonar exagerado, pero yo hoy agradezco lo que me tocó vivir. Porque gracias al cáncer me pude dar cuenta de cuántas cosas de mi vida no me hacían feliz. Desde el día en que recibí el diagnóstico yo decidí que iba a luchar contra la enfermedad y para eso tenía que volver a estar pendiente de mí, a hacer lo que me hiciera feliz, porque sólo eso me iba a salvar y sólo eso iba a permitirme que mis hijos también fueran felices. Y es lo que sigo haciendo”. Con el pelo ya crecido, con casa nueva y otra vez en pareja, Patricia siente que volvió a sentirse mujer, más allá de todo. “Depende de uno, como en todo, pero el cáncer te puede matar o te puede devolver la felicidad. Hoy soy más feliz y tengo más energía que antes de que me diagnosticaran cáncer de mama”.

NOS PUEDE PASAR A TODAS. El 10 de noviembre de 2004, Irene Marcet (56) fue a buscar los resultados de la biopsia que le había ordenado su médico después de detectar microcalcificaciones agrupadas en su mamografía anual de rutina y en una posterior magnificación. Unos meses atrás, su padre había fallecido tras sufrir un cáncer de hígado y el fantasma de la enfermedad estaba más que presente en su familia. Por eso, ese día le pidió a su hermana que la acompañara. “Cuando abrí los resultados, en la vereda, y leí carcinoma, sentí que estaba leyendo mi sentencia de muerte. El mundo se me derrumbaba. Me abracé con mi hermana y lloramos juntas por un largo rato. Me preguntaba por qué me pasaba esto a mí y pensaba: ‘Ya está. Me voy a morir a los 53 años’”, recuerda ahora con una sonrisa, sentada entre pinceles y tornos en su taller de cerámica, en pleno Martínez, donde da clases desde hace casi 30 años.

De inmediato, fue a ver a su médico con los resultados. Entonces le dijeron que debía hacerse una mastectomía radical, es decir, una cirugía para sacarse las mamas completas. “A pesar de lo terrible que me resultó escuchar eso, no me paralicé y decidí consultar a otros médicos para confirmar que ésa era la única opción. Yo siempre fui muy cuidadosa con la salud y no podía creer que habiéndome hecho siempre los controles, en sólo un año pudiera haberme crecido un tumor de 5 x 5 cm. Así que con los resultados de mi biopsia y una bolsa con todas mis mamografías de los años anteriores empecé a recorrer consultorios”. Uno tras otro, los diferentes especialistas miraban la biopsia y, sin prestar atención a sus mamografías anteriores, le confirmaban que debía someterse a una mastectomía radical. “Pero hubo un médico que sí se tomó el tiempo de mirarlos y le pareció raro que si en la mamografía se habían detectado microcalcificaciones de 1 cm x 1 cm, en la biopsia hubiera una zona de tumor de 5 x 5. Me mandó a rehacer la biopsia y resultó que era un error del laboratorio. Increíble, sí, pero real”, reflexiona. Si bien el cáncer no había desaparecido, la noticia cambió el panorama de Irene, que finalmente se hizo una cuadrantectomía, una cirugía mucho menor que la mastectomía. Con el apoyo de sus tres hijas, Victoria, Eugenia y Marina, afrontó la quimioterapia y rayos durante 2005. “Recuerdo que no quería que mi nieto Tomás, que entonces tenía dos años, me viera sin pelo, así que las cuatro nos poníamos sombrero”, dice y vuelve a sonreír. Su marido, con quien está hace 11 años, también la apoyó siempre, aunque “le fue muy difícil manejar su enojo con el cáncer y tomarlo con la naturalidad con la que lo enfrentaron las chicas”, explica ahora.

Fue durante la quimioterapia que se enteró de la existencia de MACMA, aunque hubiera deseado conocerlo antes. Enseguida empezó a asistir a las reuniones: “Fue de mucha ayuda conocer a estas mujeres que habían pasado y estaban pasando por lo mismo que yo. Así como uno piensa que nunca le va a pasar, cuando le pasa piensa que es el único. Y no es ni una cosa ni la otra. Nos puede pasar a todas y nos pasa a muchas”, concluye Irene, que después del cáncer aprendió a vivir un poco más relajada, dice que ya no se hace problema por las cuestiones cotidianas de la vida y disfruta más que nunca de su familia, que se acaba de agrandar con la llegada de su tercera nieta, Trinidad, que todavía no cumplió un mes. Además de su taller, da clases de plástica en dos escuelas y hace un taller mensual de cerámica para las mujeres de MACMA. Sólo lamenta dejarles esta herencia a sus hijas, pero sabe que es así: “El cáncer no se puede prevenir, a uno le toca, y por eso es importante saber que se supera”.


Fuente: Parati Textos: Paula Bistagnino. Fotos: Maxi Didari/Noelia Fernández.