jueves, 24 de junio de 2010

Lolas, si o no?

A los 13 me gustaba ser chata, usar escotes redondos o soleros. Me creía con el físico de una bailarina y parecida a mi mamá. A diferencia de mis tías y abuela, nosotras (somos tres hermanas mujeres) no habíamos salido portentosas. Flacas escopeta, piernas formadas y torso de niña era nuestro look. Ser flaquitas y sin pechos estaba bien visto en la familia, eso por lo menos decía convincentemente mamá.
Mientras fui creciendo, no me molestaba mi condición de chata. Hasta los 20 iba contenta a la facultad con mi estilo camiseta, borcegos y jeans rotos.

Pero en algún momento la cosa empezó a cambiar. Creo que con los primeros novios. Alrededor de los 25 me empezó a dar vergüenza mi físico de nena y empecé a soñar con un buen par de lolas. Quería verme más mujer. Sentirme verdaderamente sexy y el combo camiseta-más-tabla no me convencía. Aunque moderadamente, me animé a fantasear con usar escotes tentadores, ponerme la bikini triangulito sin el riesgo de verme como una nena de 10 y evitar deprimirme al notar mi imagen “de nada”, sin ropa frente al espejo. Aún así me las ingeniaba para inspirar si la ocasión lo ameritaba. Por ejemplo, si tenía que salir, ir a una fiesta o a un casamiento, elegía algún atuendo que disimulara el escote, algo bien amplio, o bien cerrado, rara vez un intermedio…

Hasta que ¡aleluya! aparecieron en el mercado los corpiños con relleno. Y este fue un camino de ida… porque engañar desde el afuera, para luego llegar a una situación íntima desprovista de todo es algo que de antemano inhibe, molesta e incomoda. Cada vez compraba corpiños con más relleno –los de Victoria´s Secret eran especiales–, y al mismo tiempo, por esas cosas de la vida, tenía cada vez menos lolas. ¡El tejido mamario se va reduciendo al llegar a los 30, que me desmientan otras “chatas” si esto no es verdad!

Un día apareció un novio que dio luz verde a mis fantasías quirúrgicas. ¿Y por qué no?, propuso y en el primer instante me pareció una irreverencia atroz. Obviamente me dejó pensando y me descorrió un telón impensado hasta entonces. El telón del permiso interior. Por un lado, tenía la fantasía de volverme una Sophia Loren; pero, por el otro, me preguntaba si yo le gustaría a mi chico, así chatita y sencillita nomás. ¿Me querría más con lolas? ¿Me querría ahora, sin nada? Una batalla mental. Un terreno pantanoso. Nunca le trasladé estas dudas a él, que vivía ajeno a mi debate interior por mi exterior.

Pero un día me levanté dispuesta a avanzar. Y, sin asomarme a los vericuetos del diván, una mañana tomé mi costado más práctico y con la luz verde encendida me puse a averiguar operaciones, cirujanos, riesgos, posibilidades, formas, fantasías. Inclusive hablé con varias conocidas para enterarme de sus experiencias pre y post operación. Mi familia seguía mis pasos semi horrorizada y, como muchas otras veces en cuestiones personales, continué haciendo caso omiso de “las reglas” preestablecidas o mandatos familiares. A esta altura resultaba inevitable comenzar a hacerse el bocho de lo atractiva que una se vería con un profundo escote, cómo quedarías en traje de baño, cómo sería la relación con tu nuevo cuerpo, con respecto a vos misma y con los demás.

En ese entonces me daba vergüenza estar desnuda… si no tenía lolas. Incluso mis amigas me mandaban con humor fotos del antes y el después de mujeres que habían pasado por la operación. Y allí estaban, en mi compu, las transformaciones de Demi Moore, Brooke Shields y la local Araceli González. Ya había aprendido mucho.

También sabía de los problemas de encapsulamiento que habían tenido algunas modelos porque lo había leído en las revistas. Otra vez, no hice mucho caso. Busqué el cirujano de mayor reputación, la mejor clínica y las prótesis más modernas (las de superficie rugosa para evitar cápsulas) de manera de reducir al mínimo todos los factores de riesgo. Le tenía más miedo a la anestesia general que a los posibles problemas relacionados con las prótesis. Me dejé convencer por el cirujano que decía que el encapsulamiento podía suceder o no y que cada organismo es diferente. Mencionó que en algunos casos, a los 10 años, se sugería recambiarlas. A mí ese tiempo, en aquel entonces, me pareció una eternidad. Jamás me planteé cómo podría cambiar mi cabeza en ese lapso. Difícil hacerlo con semejante motor en marcha.

Cuando tenía todo listo y estaba casi decidida, mi novio, el que había tirado la idea de las lolas adquiridas, sorpresivamente dijo adiós y nunca más lo vi. El planteo inmediato fue ¿sigo adelante? Pero ya estaba decidida. Al fin y al cabo lo hacía por mí, no por él. Quería dejar atrás la chatura y volverme una geografía exuberante. Además, parar todo hubiera sido darle la razón al mundo de que él me había convencido. Era lo que yo quería.

Entré sonriente al quirófano y salí más sonriente aún. Las que estaban bien serias eran mi mamá y mis hermanas, a pesar de que todo había salido muy bien. En cuarenta minutos la transformación ya había sucedido, me desperté feliz de la anestesia y de la mano de mi cirujano: ya tenía mis amadas y queridas lolas. Ya no éramos todas chatas en la familia. Algo había cambiado. Estaban ellas, las chatas, y yo. Al mirarme la sensación era sorprendente, distinta. Me parecía que las lolas no eran mías. Perdí cierto pudor, o casi todo. Querés mostrarlas y no te da “cosita”. Es como exhibir algo que no es tuyo. Tampoco me daba impresión dejar que alguna amiga intrigada quisiera sentir la consistencia y tocarlas. Mis lolas eran un adorno y yo estaba feliz de mostrarlas. Pasé de estar siempre cubriéndome, sobre todo en la intimidad, cuando estaba más expuesta, a exhibirme. Los escotes pasaron a parecerme chicos e incluso llegué a plantearme que me había puesto poco (también algo común en las recién operadas). Disfruté de mis nuevas formas en todo sentido, en honor a la verdad.

Pero todo cambia. Y la balanza empezó a inclinarse hacia otro lado, unos cuantos años después, pasando los 40. De vez en cuando, empecé a mirar con cierta nostalgia a las modelos de alta costura o actrices chatas, delgadas, hermosas y elegantes. También a algunas amigas sin lolas que llevan muy bien sus escotes planos. A pesar de todo vivía feliz con mis lolas, todavía. Hasta que un buen día me cayó la ficha al descubrir que tenía una lola encapsulada. Fue en un chequeo médico. La derecha estaba más rígida al tacto y levemente aumentada de tamaño. Con el correr de los meses, se fue endureciendo más. Una piedra. La situación al día de hoy no ha variado. Y dependiendo del estado del ciclo en el que me encuentro, también se altera su volumen y peso. Desde aquel momento, el mundo me empezó a girar al revés: comenzaron las molestias cotidianas. No es lo mismo tener una “lola dura”.

Desde lo estético, si mirás con atención se ve la derecha más grande. Y son varias las molestias que provoca: ponerse boca abajo resulta muy incómodo (lo he comprobado en algunas clases de gimnasia), es como que si estuvieras aplastando una pelota con el pecho contra el piso. Lo mismo pasa al querer dormir boca abajo. Si querés correr, aunque sea unos metros –ni hablemos de las que practican footing– también se siente horrible porque se mueve como si tuvieras una gran piedra adentro: una pesa más que la otra y es como si llevaras una roca en el corpiño. En el momento del ciclo menstrual, cuando está inflamada, duele o pueden formarse ganglios en la axila.

Con la experiencia y el consejo médico, descubrí que si están bien sujetas las molestias disminuyen. Entonces, si hay días “peores”, uso un corpiño de esos deportivos que toman mejor e incluso algunas noches también lo incorporo para dormir. A esta altura ya no llama la atención que hasta haya variado levemente mi manera de vestir. Uso menos escote para que se vea menos la diferencia, remeras o suéteres más holgados o con menos lycra, que marcan menos el busto.

Con todo este “ruido” interior, empecé a pasarme el casete de mi vida y de mis decisiones. Coincidentemente, mi relación de pareja del momento estaba atravesando una crisis y mis temores y fantasmas empezaron a acrecentarse en todo sentido. Empecé a cuestionarme todo. Desde la primera relación, pasando por aquel novio que me incitó a que me las hiciera hasta mi decisión de seguir adelante. Todo en la misma bolsa.

Diecinueve años en unos días. Empecé a angustiarme también al escuchar noticias relacionadas con marcas de prótesis con fallas de fabricación. Empecé a “hacerme la croqueta”. Pero, como en todas las cosas, pasó el chubasco y amainó. Hoy, más tranquila, puedo evaluarlo desde otro lugar. Y cuando escucho en el trabajo que alguna chica se plantea la posibilidad de pasar por el quirófano, le digo que no, que lo mejor que puede hacer es aceptar su cuerpo tal cual es. Y le cuento lo que me pasó.

Es contradictorio. Reconozco que disfruté de mis lolas, pero también que mi madre tenía razón. Que sentirse bien no pasa por el afuera. Una frase perfectamente hecha y real.

No vivo totalmente relajada. El tema me preocupa. Ellas, las lolas, están ahí, pero de una manera diferente. Yo que antes quería mostrar, volví a cubrirme. Empecé a hacerme la idea de que quizá en algún momento deba operarme para hacer el recambio y hasta me pasé a un plan mejor en la prepaga por si no me queda otra opción que el bisturí. Pero ya el quirófano no me parece la salita feliz de antes, ni tengo ganas de pasar por una anestesia general.

¿Si vivo incómoda? De a ratos. Transito el camino de aceptar que me las hice y aceptar también todo lo que venga con eso. Las dudas, las formas, las redondeces, las imperfecciones, algunas rabias, ciertos miedos, autorreproches, inseguridades. Cosas de todos los días que hay que enfrentar, madurar y meditar para crecer y acercarse al misterioso camino de la felicidad y de la aceptación.

¿Si me arrepiento? Sí, pero lo hecho, hecho está. Las bolsitas como piedra o blandas, las llevo dentro. Una va relajada; la otra, tensa. Es un hecho contundente, hay que convivir con esto, y no hay marcha atrás que no sea otra cirugía. Por eso, si a alguien le sirve mi humilde opinión, no recomiendo ponerse lolas por nada del mundo. Sentirse sexy y aceptarse no pasa por el talle del corpiño. ¿Cómo darse cuenta de esto a los 20 y pico? ¡¡¡¡Difícil!!!! Por eso estas líneas.

fuente: para ti