domingo, 14 de septiembre de 2008

Disparen sobre el delfín

No me gustan los musculitos. Nunca me han gustado. No le encuentro la gracia a un tipo que encuentra divertido vivir haciendo flexiones, y odiaría tener como marido a un ser con el rabo más duro y más liso que el mío. No sé, presiento que no tendríamos nada de qué hablar. Y además viviría envenenada pensando que, comparada con sus durísimas compañeras de entrenamiento, yo me vería como una zarigueya a punto de parir. Todas estas olvidabilísimas reflexiones vienen a cuento de que, so pretexto de las Olimpíadas chinescas, supe que el multicampeón yanqui Michael Phelps mantiene ese cuerpazo con la dieta más feliz del condado: huevos revueltos, panceta matutina, en fin… la gloria. Te paso, para que suframos a dúo, su cretino plan de comidas. Desayuno: tres sándwiches con huevo frito, queso, lechuga, tomate, cebolla frita y mayonesa; dos tazas de café; un omelette de cinco huevos, un bol de maíz triturado, tres tostadas cubiertas con azúcar en polvo, tres panqueques con chips de chocolate; almuerzo: medio kilo de pasta, dos sándwiches grandes de pan blanco con jamón, queso y mayonesa, además de 1.000 calorías en bebidas energéticas; cena: medio kilo de pasta, una pizza entera y más bebidas energéticas. De acuerdo: puede que yo últimamente esté un poco intolerante y todo eso, pero la verdad es que semejante régimen de comidas es, en los tiempos que corren, una invitación al cachetazo. ¿Te imaginás? Una, cual desdichada codorniz, picoteando por la mañana su galleta de arroz con nada encima y el señorito zampándose la producción semestral de todos los gallineros de los alrededores. Sin subir un gramo. Sin colesterol, sin presión alta. Feliz, digamos. Yo sólo sé que no podría, no querría vivir con un tipo así, por más que porte ese lomazo. Me quedo con algo más ¿cómo decirte?...Humano. Alguien que me confirme que el mundo es justo. Que si uno manduca himalayas de churros y katmandús de mousse de chocolate, una de dos: o revienta como un sapo agarrándose del cuello y gritando “¡Vieja! ¡La presión!”, o engorda desenfrenadamente. Pero no: míster Phelps embucha y adelgaza, manduca y gana premios. Algo me dice que el hombre no es feliz. No, al menos, por poder comer todo eso con lo que yo sueño despierta mas evito para no terminar convertida en un dirigible humano. Porque, si lo pensamos mejor, el bueno de Michael no come por placer, sino porque esa máquina diabólica en la que se ha convertido su organismo le pide 4.000 calorías diarias para sostener el ritmo de sus brazadas sin desfallecer. Y así, ¿qué gracia tiene? Sinceramente, después de haber oído su historia de Pantagruel a reglamento me quedo toda la vida con los tantos Homeros que han pasado por la mía. Seres capaces de gozar de un millón de rosquillas grasientas con la frente en alto, la panza en bajo y el coraje necesario para afrontar el precio de sus debilidades.
fuente: para ti, Por Quena Strauss, periodista